Atravesada por la memoria olfativa y bañada por la luz de Asturias, El verano que volvimos a Alegranza es una novela evocadora que nos recuerda que las buenas historias, igual que los buenos perfumes, siempre son necesarias.
Leandra es editora en una revista de moda con sede en Madrid. A sus treinta y cinco años se ha alejado de su marido, ha perdido la ilusión por su trabajo y ha presenciado la muerte de su tía Valentina en circunstancias dramáticas. En busca de respuestas a la crisis existencial en la que se halla inmersa, decide pasar un verano en Alegranza -la casa de indianos que construyó su abuelo Tomás en el pueblo asturiano de Colunga- y aceptar el reto de Jean-Luc Peltier, un prestigioso perfumista al que ha entrevistado: elaborar un perfume que la ayude a definirse a sí misma. Mientras bucea en sus recuerdos de infancia, impregnados de rosa silvestre, hortensia o madreselva, Leandra irá desvelando las distintas capas de secretos que, como los ingredientes de una fragancia, componen la historia de su familia.
«Después de la última curva, esa que tantas veces había surfeado de pequeña a lomos de mi bicicleta BH con el cesto de mimbre sujeto entre los manillares, apareció ante mí la silueta de Alegranza, la casa familiar que no pisaba desde hacía por lo menos diez años. Aunque había algunas grietas en el muro y el jardín se había vuelto indómito, con la maleza avanzando a su antojo por la escalera de piedra de la entrada, por lo demás se mantenía más o menos como yo la recordaba, imponente y señorial. La misma fachada soberbia, con los balcones en las tres ventanas principales desde los cuales podía verse el mar en los días despejados, y la misma palmera enorme a la derecha, un poco inclinada, en permanente amenaza de precipitarse sobre el tejado. Detrás de la casa se avistaba la sierra del Sueve, en cuyos picos de tonalidades ocres se quedaban prendidas las nubes. No dejaba de ser una ironía que el abuelo Tomás hubiera bautizado esa casona insertada en un paisaje tan asturiano con el nombre de un islote canario. Según me contó una vez tía Valentina, su padre había viajado en cierta ocasión a Lanzarote y, al contemplar desde lo lejos aquel trozo de apenas diez kilómetros cuadrados de tierra salvaje rodeada de mar, comentó que así se había sentido él al poner rumbo a América: solo y con todo por hacer. Alegranza era su isla conquistada».